16 nov 2006

É L

Me parece ilusorio pensarme sin él. Miro hacia delante, y me sobreviene una sensación de incertidumbre y de desorden, que me tira para atrás, me encoge; que no me permite pensar mi vida alejada de sus órdenes.

No paso un solo día sin detenerme a pensar en él, en cómo me define, en cómo marca mi humor y el tempo de mis jornadas, en cómo sentencia la velocidad con la que sentiré pasar los minutos. Y no paso una sola noche sin tocarlo, sin terminar sucumbiendo ante eso que, a ésta altura, siento como una necesidad, …una nociva necesidad. A regañadientes, lo quiera o no, cada mañana confirmo el hecho de que soy débil, dependiente y funestamente funcional, incapaz de armarme de coraje y decidirme a enfrentar cada día yo solita, quebrando finalmente esa enfermiza relación de amor-odio, engendrada nada más ni nada menos que por la erosiva rutina. Él es quien tiene el control, y yo no puedo más que acatar, porque incluso cuando me propongo desafiarlo, y meterme por unas horas en el papel de desentendida, él se encarga de hacerme sentir –de una forma u otra- su omnipresente regencia.

Creo que ya no me queda más que aceptar que van a ser contadas las noches en las que no lo toque, y escasas las mañanas en las que él, moviendo sus brazos, no sea en primero en recordarme cuán utópico es pretender dejarlo.

*

*

*

*

*

*

*

*

Odio a mi reloj despertador.